Por; Dr. Peter L. Salk
He presidido la Fundación del Legado de Jonas Salk desde su creación en 2009. Como puedes imaginar, centrar mi atención en el legado de las numerosas contribuciones de mi padre a la humanidad, incluida la creación del Instituto Salk de Estudios Biológicos, en La Jolla, en un acantilado con vistas a la magnífica costa del Pacífico de California, tiene un significado especial para mí.
Mi padre, el Dr. Jonas Salk, creador de la primera vacuna contra la polio, nació en Nueva York el 28 de octubre de 1914, exactamente tres meses después del comienzo de la Primera Guerra Mundial. Desde muy joven quiso hacer algo para ayudar a la humanidad. Puede que ese impulso y ese empuje procedan en parte de un incidente que quedó grabado en su memoria cuando era pequeño. Al final de la guerra, el Día del Armisticio de 1918, presenció un desfile en el que participaban soldados que habían vuelto a casa desde los campos de batalla. Algunos habían sufrido lesiones o mutilaciones, caminaban con muletas o necesitaban una silla de ruedas. Le afectó profundamente lo que vió. Cuando se hizo mayor, se planteó estudiar derecho y presentarse como candidato al Congreso. Su madre, que había llegado a este país desde Rusia, le advirtió que no era una buena decisión, sobre todo porque, como ella decía, «ni siquiera puedes ganar una discusión conmigo». Creo que ella quería que se convirtiera en rabino, algo que no creo que estuviera en el carácter de mi padre.
Resultó que mi padre decidió asistir al City College de Nueva York, y allí sus estudios dieron un giro inesperado. En su primer año, le ofrecieron un curso de química que le atrajo. El problema era que la clase tenía lugar los sábados, el Sabbat judío. Sus padres eran muy estrictos en el seguimiento de las tradiciones y costumbres judías, lo que significaba que mi padre tenía que tomar una difícil decisión. Al final, tomó la clase de química, que fue el punto de partida de lo que resultó ser una larga y productiva carrera.
Después de la universidad, tras haber tenido una experiencia tan positiva en el campo de las ciencias, mi padre se matriculó en la Facultad de Medicina de la Universidad de Nueva York. Desde el principio supo que quería dedicarse a la investigación. El primer año, durante una clase de microbiología, un profesor habló sobre las vacunas. Explicó que, aunque los médicos podían utilizar toxinas inactivadas químicamente para vacunar contra enfermedades bacterianas como la difteria y el tétanos, no podían utilizar virus inactivados para inmunizar contra enfermedades víricas como la gripe o la polio porque la protección contra la infección por virus requería que el organismo experimentara una infección real con el virus vivo.
Eso no tenía ningún sentido para mi padre, y cuando le preguntó a su profesor por qué, el profesor básicamente respondió: «Bueno, porque sí». Esa respuesta insatisfactoria embarcó a mi padre en un viaje de descubrimientos que haría realidad su sueño de ayudar a la humanidad, de una forma y en una medida que nunca habría imaginado. Este sería un recorrido en el que le acompañaría su familia, incluidos sus tres hijos.
Al acabar la carrera de medicina, tras un periodo de prácticas clínicas de dos años en el Hospital Mount Sinai de Nueva York, mi padre comenzó a trabajar con el Dr. Thomas Francis Jr., entonces jefe del departamento de epidemiología de la Universidad de Michigan. Mi padre ya había trabajado con el Dr. Francis sobre la gripe cuando aún era estudiante en la Facultad de Medicina de la Universidad de Nueva York, y aquella había sido una experiencia trascendental para él. Trabajando junto a su mentor en Michigan, mi padre hizo importantes contribuciones a la creación de una vacuna contra la gripe, utilizando un virus químicamente inactivado, que fue utilizada por el Ejército al final de la Segunda Guerra Mundial.
En 1947, en busca de un laboratorio propio, mi padre se trasladó a la Facultad de Medicina de la Universidad de Pittsburgh. Allí se encargó de crear el Laboratorio de Investigación de Virus y, con su creciente interés por la polio, recibió una subvención para la investigación de esta enfermedad de la Fundación Nacional para la Parálisis Infantil.
Mientras todo esto ocurría, mi padre se había casado y formado una familia. Conoció a mi madre, Donna, un verano mientras trabajaba en el Laboratorio Biológico Marino de Woods Hole, Massachusetts. Se casaron el 9 de junio de 1939, un día después de que él obtuviera su licenciatura en Medicina. Yo nací cinco años después, el primero de los tres hijos de mis padres. Durante mi infancia, las epidemias de polio se convirtieron en un azote mundial cada vez mayor. Recuerdo que mis padres no nos dejaban visitar un parque de atracciones muy querido cuando estábamos de vacaciones, por miedo a que nos infectáramos. En otra ocasión, nuestra familia acompañó a mi padre a una reunión sobre la polio en el complejo turístico Greenbrier, en Virginia Occidental. Allí vi en una piscina a una chica que había quedado discapacitada por la enfermedad. Como yo tenía más o menos la misma edad que la chica, aquel encuentro tuvo un impacto duradero en mí.
Durante todo ese tiempo, mi padre y su equipo trabajaron incansablemente para desarrollar una vacuna que fuera eficaz contra los tres tipos inmunológicos de polio. Los primeros estudios en humanos con la vacuna experimental se realizaron en el Hogar D.T. Watson para Niños Lisiados, a las afueras de Pittsburgh. Estas pruebas incluyeron a niños que ya habían sufrido algún tipo de parálisis debido a la polio. Como ya habían sido infectados por al menos uno de los tres tipos de poliovirus, no había peligro de que volvieran a quedar paralíticos si se les inyectaba el virus químicamente inactivado del mismo tipo. Resultó que cuando a estos niños se les inyectaba el virus inactivado, se potenciaban sus anticuerpos contra el virus. Dado que lo único que se necesita son anticuerpos en el torrente sanguíneo para impedir que el virus viaje al cerebro y la médula espinal y mate las células nerviosas que controlan el movimiento muscular, cuando se confirmó esa información, mi padre supo que la vacuna en la que él y su equipo habían estado trabajando debería ser un éxito. Mi padre ya había probado la vacuna experimental en sí mismo y en los trabajadores de su laboratorio. Y un día nos tocó a nosotros, a mí y a mis dos hermanos, de 9, 6 y aún no cumplidos los 3 años. Como pueden imaginar, no estaba muy contento de formar parte de este experimento. Nuestro padre llegó a casa con la vacuna, y procedió a esterilizar las jeringuillas de cristal y las agujas de metal hirviéndolas en el fogón de la cocina. No me gustaban nada las agujas, pero ¿a qué niño le gustan? Me quedé allí, abatido y mirando por la ventana, con el brazo extendido y esperando la inyección. Y entonces ocurrió algo milagroso: No sentí la aguja. No me dolió, a diferencia de todas las inyecciones que me habían puesto. Y por eso, ese día está grabado a fuego en mi memoria para siempre.
Dos años más tarde, el 12 de abril de 1955, mi padre se unió al Dr. Francis en una conferencia de prensa en la Universidad de Michigan. El Dr. Francis había recibido el encargo de analizar los resultados del vasto ensayo clínico de la vacuna experimental, y en ese momento hizo un anuncio que cambiaría la historia de la medicina: la vacuna había demostrado una eficacia de hasta el 90 % en la prevención de la polio. Se desató el pandemónium. Los niños salieron de las escuelas, sonaron las campanas de las iglesias y los silbatos de las fábricas. El miedo que había invadido este país durante tantos años desapareció. Se me pone la piel de gallina al recordarlo, incluso años después.
En 1955, más de 10 millones de niños recibieron una o más inyecciones de la vacuna Salk. En el plazo de un año, los casos de polio y las muertes en Estados Unidos se habían reducido casi a la mitad, una tendencia que continuó e hizo posible la visión de un mundo libre de polio.
Hoy, ese objetivo está cada vez más cerca de hacerse realidad. Rotary International ha sido un paladín a la hora de garantizar que un día, y espero que sea pronto, se alcance ese objetivo. Rotary ayudó a fundar la Iniciativa Mundial para la Erradicación de la Polio (GPEI, por su sigla en inglés), y sigue poniendo un gran énfasis en eliminar la enfermedad, al igual que la Fundación Gates, con sus generosas donaciones, y las demás organizaciones que forman parte de la GPEI. Todos trabajan arduamente, y la labor práctica se realiza sobre el terreno, donde es más esencial. Se despliegan esfuerzos para eliminar obstáculos y hacer frente a los problemas sociales que han impedido el progreso en algunas partes del mundo.
Las contribuciones de Rotary a la erradicación de la polio han sido indispensables, y su espíritu indomable ha sido una fuerza impulsora en este empeño. He tenido el gran placer de hablar en muchas ocasiones con socios de Rotary, y siempre ha sido una experiencia enriquecedora. El deseo compartido por los socios de Rotary de ayudar al mundo es inspirador y refleja la fuerza motriz de la vida de mi padre.
Mi padre fue autor de varios libros. Uno de ellos, publicado recientemente en una versión actualizada como A New Reality: Human Evolution for a Sustainable Future, co-escrito con mi hermano Jonathan. Ver ese título, y los títulos de los demás libros que escribió, permite comprender cuáles eran los intereses y las esperanzas de mi padre. También sugieren hacia dónde debemos dirigir nuestros esfuerzos y energías a continuación.
Como hizo mi padre con la polio, tenemos que ir más allá de la teoría. Podemos tener grandes deseos para la especie humana, pero necesitamos crear y utilizar herramientas reales y útiles que puedan tener un impacto directo en las interacciones sociales y los desequilibrios medioambientales. La humanidad parece enfrentarse a problemas monumentales, pero pueden superarse. Basta con mirar lo que logró mi padre. Hace setenta años, había una vacuna en una botella, y hoy estamos casi a punto de lograr un resultado antaño inimaginable.
Siento devoción por mi padre, y siento la responsabilidad de garantizar que su forma de pensar y sus contribuciones se comprendan plenamente. Él abarcó al mundo entero en su visión científica, humanista y filosófica del futuro, y los elementos de su legado seguirán afectando la vida de todos.
El Dr. Peter L. Salk es presidente de la Fundación del Legado Jonas Salk en La Jolla, California, y profesor a tiempo parcial de la Facultad de Salud Pública de la Universidad de Pittsburgh.
Este artículo se publicó originalmente en el número de octubre de 2024 de la revista Rotary.