Por; Thilo Schonfelder – Programa intercambio de Jóvenes - País de origen: Alemania.
Al reflexionar sobre mi vida hace un año, o incluso hace solo seis meses, me resulta difícil encontrar similitudes con la vida que llevo ahora. Vivo en otra casa, comparto mi día a día con otras personas, como alimentos que antes ni conocía, estudio en otra escuela, en otro país, y hablo un idioma que hace poco no era más que un conjunto de sonidos extraños. Durante un año de intercambio, casi todo se transforma. Y cuando regresas a casa, todo parece volver a la normalidad. O al menos, casi todo.
Lo que realmente permanece de esta experiencia no son las cosas superficiales como el lugar en el que viviste o las calles que recorriste, sino algo mucho más profundo: la forma en que empiezas a mirar el mundo. Aprendes a enfrentar los problemas desde perspectivas que antes no considerabas, a ser independiente sin dejar de saber cuándo y cómo pedir ayuda. Descubres que cada decisión que tomas lleva consigo las huellas de lo que viviste, y que los momentos inolvidables con nuevos amigos y esa familia que te acogió en un país completamente diferente son los que, en realidad, cambian todo.
De un año de intercambio no te llevas solo recuerdos, sino también una nueva versión de ti mismo, una que entiende mejor el valor de las pequeñas cosas: una conversación sincera, un paisaje que nunca habías imaginado o incluso el simple hecho de perderte en una ciudad nueva. Aprendes a abrirte a lo desconocido, a enfrentar miedos que ni sabías que tenías, y descubres que muchas veces el camino más incierto es también el que más enseña.
Es un periodo de descubrimiento constante, tanto del mundo como de quién eres realmente. Y, con el tiempo, te das cuenta de que no fue solo un año: fue un antes y un después.